Se levantaba cada mañana deseando leer sus
letras aunque sabía de sobra que no eran para ella. Él escribía al amor perdido
hacía unos años, a la que lo dejó vacío, hundido en la soledad de su propia burbuja de
la que juró no salir nunca más. Sus letras se perdían por la red, se expandían,
llegaban a miles de millones de rincones alejados del universo pero nunca supo si
su amada las leía.
Kathrine Renne, Watkins
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Ella sin embargo las coleccionaba en silencio, las unía, las
mezclaba, le daba la vuelta a los textos buscando que surgiera su nombre por
algún sitio, pero nunca daba con él, su nombre nunca aparecía, siempre faltaba
alguna letra, a veces una, otras veces era otra, pero nunca podía formar su
nombre completo. Tampoco conocía el de aquella a la que envidiaba, él nunca
pronunció su nombre. Escribía palabras de amor y pedía nuevas oportunidades
cada día, gritaba bilis a través de la tinta, rogaba a los dioses que se la trajeran de vuelta y
ella desesperaba y jugaba a cambiarse el nombre por el de otras mujeres, pero
jamás aparecían las letras del nombre que elegía… comprendió que su destino era
pasar la vida pegada a aquellas letras, bucear entre signos, hacer garabatos
con los grafismos y compaginar unas y otras hasta dar con el nombre. Poco antes
de morir ese día, ese fatídico día, él escribió sus últimas palabras y ella lo
leyó, por fin lo leyó, y se lamentó de haber
sido tan tonta: Esperanza.
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