viernes, 13 de octubre de 2017

El jardín del bajo

Secó las lágrimas de empapaban su cara. Decidió que a partir de ese momento arrancaría todo recuerdo físico de su vida, ya tenía bastante con los que estaban anidados en el alma y que no podía borrar. Sacó las fotos, la maqueta del zeppelín, los libritos de crucigramas sin terminar, restos de ropa y zapatos, hasta el imán de perinquén que tenía en la nevera, eso sí, se dijo, “los libros que se dejó, aquí se quedan”.
Desoyó las voces que le decían que él volvería, que sólo era una mala racha y ella irónica contestaba, “sí sólo fue a por tabaco y van cinco meses”.
Dos días más tarde comprendió que después de bajar todos los trastos al sótano, por fin podía respirar, la casa volvía a oler a ella, a su hogar. Dejó abierta la ventana, se alongó a ver al vecino del bajo que acababa de mudarse. Lo vio cargado de bultos y se ofreció a ayudarlo. Él se lo agradeció y cuando ya terminaron de sacar las cosas de su coche, la invitó a un café, pero ella insistió que subieran a su casa, pues la de él estaba patas arriba. Él se quedó prendado de aquel olor a jazmín, hierbahuerto y flores de albahaca colocadas en vasos por los rincones… 

Cuando vio aquel drago en la enorme maceta que tenía en la terraza, le propuso que lo bajara a su casa pues tenía la ventaja de tener un pedazo de jardín. Allí tendría más espacio y lo podrían cuidar ambos. Hoy lo siguen cuidando, comparten libros, plantas, cafés, risas, y por esas casualidades del destino, comparten la vida.

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